domingo, 26 de mayo de 2013

Aria (Parte 1)

Siento su calidez acariciando mi pierna, no me hace falta mirar para saber que es Mimi. Maúlla y bosteza, es lo único que hace aparte de dormir y comer. La aparto con el pie y eriza su sedoso pelaje negro.
Miro a mi alrededor, creo que ya no quedan más cajas por subir. No me gustan las mudanzas pero me anima el hecho de que por fin vaya a independizarme. El apartamento no es muy grande, un salón con cocina americana, un baño y dos habitaciones, es lo más que me he podido permitir.
Estoy agotada, me siento en el viejo sofá verde pistacho. Las paredes blancas están desconchadas y hay humedades, habrá que dar una capa de pintura.
Mimi se acomoda en mi regazo ronroneando. Parece que fue ayer cuando la encontré en la calle hace tres años, solo era una pequeña bola de pelo.
Escucho pasos, una llave introduciéndose en la cerradura y el sonido estridente de las bisagras de la puerta.
Es un poco más alta que yo, su pelo liso y castaño cae perfecto hasta su cintura. Es preciosa, con los ojos verdes y la piel morena. Su cuerpo de perfectas proporciones está cubierto por un sencillo vestido blanco.
Yo por mi parte soy bajita, con cara de niña pequeña cubierta de pecas, pelo corto azabache y ojos oscuros. Unos vaqueros viejos cubren mis huesudas piernas y una ancha sudadera azul cae sin gracia por mi torso plano.
-Hola, tu debes ser Charlotte.- digo y me levanto, Mimi salta y me mira resentida.- Soy Lucy.
-Hola, un placer.- dice con una encantadora sonrisa mientras me da dos besos.- Siempre he querido compartir piso ¡Será genial! ¿Cuál es mi habitación? ¡Pronto seremos como hermanas.- dice mientras revolotea de un lado a otro. Es muy... efusiva.
Hace dos semanas que comenzamos a vivir juntas. Hemos pintado las paredes y hemos redecorado prácticamente todo el apartamento.
Charlotte es estupenda, con ella todo es alegría y optimismo, aunque a Mimi no parece haberle caído tan bien.
Ahora que lo pienso no la veo por ningún sitio.
-¡Mimi!- la llamo mientras miro a mi alrededor.
La escucho maullar, viene del cuarto de Charlotte. Me acerco y llamo a la puerta, como no responde entro. No está, no la he oído salir. No veo a Mimi pero la sigo escuchando, creo que está bajo la cama. Me agacho y levanto la colcha morada, veo sus brillantes ojos verdes.
-¡Mimi! ¡Ven aquí! -digo y alargo la mano.
Alguien tira de mi hacia atrás y me rodea la garganta con el brazo, no puedo respirar.
-¿Dónde está?.- pregunta con una voz gutural.- ¿Dónde está Aria?
Me empuja y quedo sentada en la cama, acaricio mi garganta roja e irritada, e intento recuperar el aliento.
-No conozco a ninguna Aria.- consigo decir con lágrimas en los ojos.
Levanto la cabeza para mirar a mi agresor y me siento desfallecer.
Es alto y fuerte, se pueden adivinar sus músculos bajo la ropa negra. Su piel parece de porcelana vieja y agrietada. Entre sus dientes puedo apreciar una lengua bífida, y los ojos...sin iris ni pupila, completamente rojos.

sábado, 11 de mayo de 2013

Un viaje sin acabar (Parte 1)

Las personas vienen y van como hojas de otoño movidas por el viento. Unas coinciden, otras se separan, están las que lo tienen todo planeado, y las que viven de las casualidades; las que miran al futuro sin importarles el pasado, y las que se quedan en el pasado aterrorizados por el futuro.
Ahora mismo alguien ha encontrado a su amor verdadero, quizás el chico con el que cruzaste la mirada ayer mientras caminabas por la calle.
Un niño africano acaba de morir mientras que los hombres más ricos del mundo disfrutan de sus fiestas y banquetes, quizás el niño que cosió la ropa que llevas puesta.
Unos se van para que otros vengan, es algo que tenemos que asumir, aunque a veces nos duela la injusta marcha de los que debieron quedarse.
Mi madre dejó paso a mi hermano, y mi hermano vino al mundo para salvarme, por tanto mi madre murió por mi. Pero de eso hace ya diez años.
Nadie elige como nacer por lo que se supone que yo no tenía culpa de mi enfermedad, pero el destino quería que yo me fuera para dejar paso a otros y mi madre lo desafió en cierto modo. Supongo que esa es la razón por la cual murió, alguien tenía que hacerlo.

domingo, 5 de mayo de 2013

Reflexión

La esperanza, la ira, el amor, el odio, las ansias de vivir o la necesidad de morir..., solo son conceptos abstractos. Porque ¿qué es la esperanza o el amor? ¿Un sentimiento? Bien pero ¿qué es un sentimiento? Los sentimientos solo son excusas que el ser humano ha inventado para darle algún sentido a su existencia. Porque vivir para morir es un poco patético. Aunque es lo que hacemos al fin y al cabo, da igual cuanto sintamos.
Mi nombre es Lily, nací para morir de cáncer en el hospital "Angels of Heaven". No he sentido muchas cosas a lo largo de mi vida, supongo que en catorce años no me ha dado tiempo a mucho.
Recuerdo haber sentido un gran odio hacia mi padre al saber que había engañado a mi madre; recuerdo una profunda tristeza cuando se separaron y nos mudamos. Recuerdo una inmensa alegría cuando conocí a mi mejor amiga con ocho años, y el intenso dolor que me causó su muerte a manos de su padre el año pasado.
Cuando me detectaron el tumor creo que no sentí nada, al fin y al cabo vivimos para morir.
El médico fijó una semana de vida para mi hace tres días, la verdad es que ahora mismo me siento muy cansada. Pero quizá solo sea una excusa.

Decepción


Decepción, sentimiento

que recorre mis entrañas

hasta dejarme sin aliento,

esperando un suspiro de viento.

Amor muerto, amor robado,

me lo han arrebatado

y entre lloros me refugio

por no estar a tu lado.

El tiempo se acaba,

mi llanto se amaga,

haz lo que quieras,

ya no siento nada.

 

jueves, 2 de mayo de 2013

Ojos vacíos


Aquella noche el cielo se tiñó de rojo. Sangre inocente derramada en las calles. Cuerpos inertes, antaño cálidos, adornaban el macabro paisaje.
Espada en mano, portadora de muerte. Pelo negro como el ébano, negros ojos cual carbón, sin iris, sin pupila, simplemente la nada. Su piel de porcelana parecía tallada por un escultor. Vestía un vestido blanco de fiesta roto y desgastado. A la espalda se ajustaba una vaina, confesora de pecados. Y sus labios, tornados en una dulce media sonrisa, entonaban una triste canción.
Nadie sobrevivía al encuentro con esta dama maldita, una misteriosa chiquilla de no más de dieciséis años que dejaba a su paso un rastro de destrucción.
Había arrasado ya más de treinta comarcas. Los campesinos, asustados, huían de sus hogares. La nobleza,sin embargo, doblaba la guardia de sus palacetes. De nada servía.
Los mejores guerreros habían intentado acabar con ella y ninguno había vuelto con vida tras ver a la espectral criatura.
Mientras la desgracia se propagaba por todo el sur del planeta, en el norte reinaba la paz. Los criminales se escondían asustados y arrepentidos pues todo aquel que tuviera rastro de mal en su aura no escaparía de su abrazo.
Pocos eran quienes veían a esta justiciera que exterminaba a cualquiera que infringiera la ley. Decían de ella que su piel era pálida como el lomo de un armiño, sus ojos completamente blancos y que su pelo, rubio, parecía reflejar todos los rayos del sol. Contaban que portaba un arma peligrosa, como un largo látigo con una fina, pero cortante, punta de acero. Rumoreaban que era un ángel, que había sido enviado a la tierra para protegerla del demonio que avanzaba desde las tierras bajas.
Lucio andaba titubeante y temeroso por los túneles subterráneos de la plaza mayor. Era parte del grupo explorador que habría de encontrar al viejo sabio. Decían que solo él podría darles la solución para acabar con la malévola presencia que, cada vez más deprisa, se acercaba a sus hogares.
Iban en fila india pues era lo único que les permitía el viejo pasillo, que descubrieron tras semanas de investigaciones. Eran cuatro, dos hombres de unos cincuenta años, canosos y marcados por la edad; un muchacho robusto y joven, de veinte años, moreno de ojos verdes; y Lucio.
Lucio no era nada del otro mundo, diecisiete años, pelo castaño, ojos oscuros y cuerpo enclenque. Su fuerza apenas daba para sostener en alto la antorcha que les iluminaba el camino.
Por fin, llegaron a una amplia sala escavada en la roca. Sus paredes estaban cubiertas de ricos tapices y, en el centro del techo abovedado, un pequeño tragaluz dejaba ver un pedazo del estrellado cielo nocturno. Sobre las alfombras que vestían el frío suelo de piedra, un hombre viejo y huesudo se sentaba con las piernas cruzadas. Su larguísima barba blanca caía en cascada a su alrededor.
-Gran sabio – dijo uno de los hombres más mayores mientras se inclinaba en gesto de sumisión.- ¿Sabéis por qué estamos aquí?
El anciano humedeció sus finos labios con su lengua y comenzó a recitar con un fino hilo de voz.
“Pobre de aquel que se cruce en su camino
pues ya no podrá escapar.
Rápida cual rayo,
ágil cual felino,
a su presa alcanzará.
Corrompida por Lucifer,
prisionera de su engaño.
Destinada a encontrarse
con la justiciera celestial.
Esta, con mano firme y cabeza alta,
la matará muriendo con ella,
tras encontrar un amor de verdad.”

Tres días habían pasado después de que el viejo les aclarara que no tenían nada que hacer, solo esperar a que se cumpliera el destino. Con el miedo en el cuerpo, Lucio, junto con su familia y los demás habitantes del pueblo abandonaron sus tierras con rumbo al norte. Todos, salvo algunos ancianos que se negaron en rotundo a morir en otro lugar que no fuera el hogar que los había visto nacer.La primera semana de viaje se estaba haciendo eterna, el verano comenzaba a asomar, logrando que las temperaturas se hicieran insoportables.                                                                              Estaban agotados así que decidieron montar su pequeño campamento en un claro del bosque que estaban cruzando, junto a un enorme lago que les proporcionaría agua en abundancia.
Había hecho mucho calor durante todo el día pero al llegar la noche Lucio tuvo que coger una chaqueta.    Le había tocado hacer la primera guardia, desde que la luna saliera hasta que se encontrara justo encima de ellos. Calculaba que para el relevo aun faltaban unas dos horas, estaba muerto de sueño.Cavilaba perdido en sus pensamientos sentado ante la hoguera cuando, de repente, se apago súbitamente el fuego. Se levanto tambaleándose y escudriño las sombras. Unos segundos después una triste melodía llegó a sus oídos. No pudo dar la voz de alarma, había quedado prendado de la criatura que se alzaba ante el, de piel blanca, pelo negro y ojos vacíos. No pudo moverse cuando la encarnación de Belcebú alzó su espada, como en un trance, sin dejar de cantar, sin dejar atrás esa dulce media sonrisa que se asemejaba a la luna menguante que se cernía sobre sus cabezas.

-Vas a morir- dijo Lucio-. No te mataré yo, pero llegará alguien que lo conseguirá, está escrito.

-¿Morir? –preguntó ella con un tono burlón.- Yo ya estoy muerta.

Soltó una inocente y encantadora risita y, antes de que su contrincante reaccionara, lo hizo.

Fue un golpe seco, cortante, mortal. Sintió como la vida de su presa se escapaba y le gustó. Aunque, muy dentro de ella, una parte de su ser luchaba contra el impulso de seguir matando. Exterminó el pequeño refugio y se marchó tal como había llegado, envuelta en su triste canción.

Mientras tanto, una dama celestial ahogaba a un violador con el abrazo de su temido látigo. Cuando hubo terminado lo liberó, se santiguó y prosiguió su camino hacia el sur.
El próximo objetivo de la mensajera del mal era un pequeño poblado del centro del continente. No había encontrado humanos en dos días y, sedienta de sangre, había despedazado a un enorme oso pardo que avistó en el bosque.
Llegó a la entrada del pueblo a medio día, se sacudió, inocentemente, el polvo de su viejo vestido de fiesta, y entró. Unos niños, de unos cinco años, jugaban en la calle con una pelota. Saltaban y reían con el pelo despeinado, las mejillas coloradas. Ella desenvainó la espada que colgaba de su espalda y avanzó hasta los chiquillos. Los pequeños se asustaron y comenzaron a correr pero, antes de que se dieran cuenta, quedaron acorralados contra una pared; era un callejón sin salida. La extraña dama que había interrumpido su juego alzó el acero y comenzó a tararear una linda y triste melodía. Iba a dar el golpe de gracia, los zagales veían el arma cada vez más cerca. Ya lo creían todo perdido cuando algo se interpuso entre su verdugo y sus cabezas.
Había llegado por los pelos. Era otra dama, rubia de piel tan blanca como sus ojos vacios, con un desgastado vestido negro. Había enrollado una especie de látigo a la espada. Ahora que habían iniciado el duelo predestinado no pararían hasta que la otra callera muerta a sus pies.
La dama maldita tiró, la otra soltó su presa, se separaron y se estudiaron mutuamente. La hija de Satán ya había olvidado a los muchachos que planeaba matar, ahora solo importaba la guerrera que la miraba desafiante. Fue entonces cuando recordó las palabras del joven del campamento que encontró en el bosque. “Está escrito” había dicho. Ella no podía permitirse creer en el destino, no sabía por qué pero no podía.    Casi al mismo tiempo, se lanzaron la una encima de la otra, armas por delante.Los vecinos habían salido a ver lo que pasaba, alertados por los niños, y ahora rodeaban a las contrincantes.
La asesina del infierno lanzó una estocada, su oponente la paro con el látigo y, sin dar tregua, se abalanzo sobre ella. Cada vez se les hacía más difícil esquivar a la otra. La pelea se había alargado demasiado, miles de gotas de sudor perlaban sus frentes. La justiciera dio un salto, para esquivar un mandoble, y rodó por el suelo. Era su oportunidad, enganchó su látigo en el tobillo de su adversario y le hizo perder el equilibrio. Esto solo le dio algo de tiempo para levantarse y volverse a encarar contra ella. Las dos estaban muy lastimadas, decenas de cortes sangrantes e infectados adornaban sus cuerpos.
No supo exactamente como pasó, todo fue muy rápido. Un despiste, uno solo logró que la criatura maligna le arrebatara el látigo de las manos y colocara su espada sobre su garganta. Apretó, un fino hilo de sangre recorrió su cuello. Cuando iba a terminar lo que había empezado la espada se paró en seco y se retiró. Por primera vez se miraron a los ojos. Una mirada intensa que lograba hacer que la gran tensión que dominaba el ambiente se tornara más densa aún. Las dos respiraban entrecortadamente, cuando se acercaron la una a la otra hasta que sus narices se rozaron. Anonadados, los espectadores vieron como cerraban los ojos y se besaban con ternura. Un beso anti-natura, un beso prohibido, un beso de amor, el beso que el viejo sabio había predicho. Mientras sus labios acariciaban los de la mensajera de Dios, Keit recordó.
Ella era la hija única de una de las familias más poderosas del reino, sus padres se empeñaban en que ya era hora de encontrar un esposo. Organizaron un gran baile con este fin y compraron a su niña el mejor vestido de la ciudad.
El salón de baile estaba abarrotado, Keit se dedicaba a saludar cortésmente a sus pretendientes y a poner excusas baratas para no bailar con ellos. Al rato pudo escabullirse hasta el jardín, lejos de aquellos nobles y burgueses que de tan mal humor la ponían. La suerte no estuvo de su parte, no había dado cinco pasos cuando le salió al encuentro el Duque de Bernas. El duque era el peor pretendiente que la cortejaba, dentro de lo que cabía. Era un chico algo mayor que ella, rubio de ojos castaños, fuerte y vanidoso. Su fama de mujeriego, al igual que sus tejemanejes con la ley habían contribuido a que su reputación decayera aún más.
Decía que estaba enamorado de ella pero de lo único que estaba enamorado era de la dote que recibiría por el casamiento. Keit se había negado incontables veces pero él no daba su brazo a torcer.

-Permitidme acompañaros en vuestro paseo.-dijo lentamente mientras le ofrecía su brazo.

Keit suspiró, estaba harta de inventar excusas y no se le ocurrió una a tiempo. Dibujó una falsa, amable sonrisa y agarró el brazo que el le tendía. Notó el tacto de la seda de su traje negro y elegante que a decir verdad le favorecía bastante. En realidad el duque era el más apuesto de todos. Charlaron de cosas banales y sin darse cuenta llegaron a la parte más alejada del jardín. Algo le decía a Keit que corriera, que estaba en peligro, que no habían llegado allí por casualidad. El duque pareció darse cuenta de que planeaba irse porque justo cuando iba a comenzar la carrera agarró su brazo. Una sonrisa maliciosa relució en su rostro.
El noble apretó y Keit sintió sus uñas atravesar la tela y clavarse en su carne. El corazón se le aceleró, intentó golpearle pero el agarró su otro brazo. Forcejearon, ella gritaba pero allí nadie podía escucharla, era el lugar perfecto. Lo sintió caer sobre ella para inmovilizarla, lo sintió arremangar sus enaguas y antes de perder su honra le escuchó decir:

-Puesto que vas a ser mi esposa deberás comportarte como tal.

Perdió el sentido. Cuando despertó el joven duque ya no estaba, tenía todo el cuerpo dolorido. Recordó la escena de inmediato y comprendió las razones de su posible futuro esposo. Una vez deshonrada nadie más que él la querría. Intentó levantarse pero parecía como si su peso se hubiera multiplicado. Tras probar varias veces se rindió, cerró los ojos con un suspiro cansado y se quedó dormida pensando en la melodía que escuchaba cada noche, en una cajita de música antes de acostarse.
Lo último que recordó fue haber soñado que se encontraba en el infierno. Allí Lucifer le entregaba una espada y le decía que con ella debería exterminar a la raza humana y así de paso vengar su desgracia. Ella que ya no tenía esperanzas acepto el trato. Cuando despertó sus ojos verdes se habían vuelto completamente negros y su mano empuñaba una espada.                                                          Lo primero que hizo fue matar al Duque de Bernas. Después a sus padres que murieron sin poder creer lo que le estaba pasando a su hija.
Por su lado, Mell también comenzó a recordar.
Debido a su pobreza se vio obligada a robar para sobrevivir desde los trece años, ya que a esa edad quedo huérfana. Gracias a sus relaciones con otros bandidos aprendió a defenderse, a camuflarse, a no hacer un solo ruido y a matar. A sus dieciséis años ya había perdido la cuenta de sus víctimas. Su vestido de luto y su cara inocente le abría puertas de par en par por las que ella entraba y desplumaba a sus dueños.
Lo que no podía imaginarse era que alguna vez pudiera ser ella la atracada.Una noche cerrada en la que buscaba alojamiento se perdió entre los callejones de la ciudad. Aligeró el paso, hacía un rato que tenía la sensación de que alguien la seguía pero un pequeño ruido de pisada se lo acababa de confirmar. Estaba pensando por qué la seguiría y no le salía al encuentro cuando, de repente, se vio rodeada. Eran unos cinco hombres, tres de ellos portaban espadas, y los otros dos, dagas cortas. Mell se dispuso a defenderse pero eran demasiados y ella estaba desarmada, la habían cogido por sorpresa.
Le dieron una buena paliza. Uno de ellos le clavó su espada en el costado y ella perdió el sentido. Tras desplumarla, y pensándola muerta, los bandidos la abandonaron en el oscuro callejón.
Soñó que se encontraba a las puertas del paraíso y el arcángel Grabriel le entregaba un arma muy extraña.  Le pidió que defendiera a la Tierra de la amenaza que la oprimía y le prometió disculparle sus pecados pues en el fondo de sus ojos azules había visto un rastro de bondad y arrepentimiento.
Despertó en el callejón, sus heridas habían sanado, su mano sostenía el látigo celestial y sus ojos, ahora vacios, se habían vuelto completamente blancos.
Las dos se separaron respirando entrecortadamente, demasiadas emociones en tan poco tiempo.
Keit se tambaleó, Mell la sostuvo en sus brazos y la tumbó cuidadosamente.
Las lágrimas afloraron en sus ojos, que habían recuperado su color natural, al descubrir la espada demoniaca clavada en la carne de su propia dueña. Keit, harta de luchar y matar, había decidido poner fin a una guerra absurda.  Pretendiendo salvar así la vida de miles de personas, pero sobre todo la vida de una en especial.
Cuando Mell iba a decirle que se pondría bien quedó paralizada. Los verdes ojos de su amada volvían a estar vacios, esta vez extinguidos tras un soplo de muerte. Acarició su rostro, cerró sus ojos con respeto y gritó. Fue un grito desgarrador y, cuando callo, todos supieron que ya nada volvería a ser como antes. La chica sacó la espada del estomago de la fallecida e hizo un pequeño corte en su propia mano. La espada eligió a Mell como su nueva dueña. Se ajustó la vaina de Keit a la espalda, recogió su látigo, se  puso en pie y se giró hacia la muchedumbre.
Antes de morir, pudieron ver que los ojos, antaño angelicales, de la que habían creído su salvadora seguían estando vacios pero esta vez completamente negros.